sábado, 13 de septiembre de 2014

Colombia Héctor Faundez Ledesma

Colombia

Desde el asesinato de Gaitán, Colombia ha vivido tiempos difíciles, incluyendo una guerrilla que degeneró en una banda de secuestradores y narcotraficantes, grupos paramilitares que surgieron al amparo del poder político, y un ejército que cometió masacres inimaginables en cualquier sociedad civilizada. Pero, hacia fuera, Colombia siempre mostró su rostro más amable, educado y tolerante; siempre condenó la represión en otros países, y sirvió de lugar de asilo para los perseguidos políticos en todo el continente. Cuando Víctor Raúl Haya de la Torres se refugió en su embajada en Perú, el gobierno resistió todas las presiones imaginables, pero no lo entregó a quienes lo perseguían. Con la deportación de dos estudiantes venezolanos, el presidente Juan Manuel Santos parece haber puesto fin a esa tradición.
Según el derecho internacional de los derechos humanos, toda persona goza de protección absoluta, sin excepción, contra la devolución a países en los que corra el riesgo de que se violen sus derechos a la vida o a la integridad física. Esta es una regla firmemente establecida, incluso respecto de los extranjeros que puedan constituir una amenaza para la seguridad nacional o el orden público en el territorio del Estado en el que se encuentren. Ninguna de estas consideraciones pudo evitar la deportación de esos estudiantes.
La expulsión de uno de ellos, Lorent Gómez Saleh, se pretendió justificar con el argumento de que este estaba realizando actividades políticas prohibidas a los extranjeros. No tenemos razones para dudar que fuera así; pero eso no eximía a las autoridades colombianas de su obligación de respetar el derecho internacional ni les autorizaba para expulsarlo precisamente a Venezuela, en donde se le persigue por sus actividades políticas. Independientemente de que compartamos o no sus ideas y sus métodos, Gómez no es un delincuente común; él había sido detenido por participar en manifestaciones públicas en contra del gobierno y estaba sometido a un régimen de presentación periódica ante la autoridad judicial. ¡Ese es su delito! Además, es bueno que el gobierno de Colombia sepa que los estudiantes expulsados fueron enviados a los calabozos del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), que es la nueva policía política venezolana.
Al momento de ser detenido por las autoridades colombianas, Gómez no tuvo derecho a ningún recurso ante las autoridades judiciales de ese país; aunque se alegó que tenía “varios procesos en su contra” y que había una orden de captura emitida por las autoridades venezolanas, no hubo ninguna solicitud de extradición por parte del gobierno de Venezuela, ni hubo un procedimiento de extradición en que se pudiera determinar si los delitos por los que se le perseguía eran delitos políticos o delitos comunes. Muy por el contrario, con una sorprendente celeridad, las autoridades colombianas entregaron a Gómez al Servicio Bolivariano de Inteligencia; o sea, a la policía política.
Hace algunos años, Hugo Chávez fue capaz de romper la resistencia de El Salvador, un pequeño país centroamericano, productor de bananos, en cuya embajada en Caracas se habían refugiado los comisarios de la Policía Metropolitana Henry Vivas y Lázaro Forero, a quienes se les negó el asilo y fueron entregados a sus perseguidores con las consecuencias que ya conocemos. Pero Colombia no es un pequeño país, cuyos principios y valores puedan ser avasallados por la diplomacia de un régimen despótico; Colombia tenía una historia y una tradición que defender. Manuel Odría, ese militar golpista que gobernó el Perú en los años cincuenta, no pudo poner de rodillas a Colombia y obtener que le entregaran a un perseguido político; pero el “nuevo mejor amigo” de Juan Manuel Santos sí.

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